sábado, 26 de septiembre de 2009

!Hagamos pis en la ducha!

Ayer en la radio, leí una noticia que decía que, una ONG brasilera, llamada Mata Atlántica, lanzó una campaña en la que propone “Hacer pis en la ducha” para ahorrar agua y así cuidar el medio ambiente.
Según la organización -que tiene el foco puesto en preservar el bosque atlántico que une el sur de Brasil con su noreste-, con esta medida, cada hombre y mujer comprometido con la salud del planeta, ahorraría al año alrededor de 4.830 litros de agua.
Bien, No Sabemos Nada, apoya hacer pis en la ducha, como tantas otras cosas más que se hacen con el pito al momento de bañarse. Ahora, no es para nada proporcional las veces que hago pis en el día, con las veces que me baño. Con esto no quiero decir que meo como un viejo con cistitis o con problemas de próstata, ni que me baño como un mochilero (o sea, poco) en plena expedición de alguna selva amazónica… Pero ni a palos es coincidente el número de veces en las que meo, con las que me baño. Me baño lo normal, y meo lo normal. Y punto.
Otra cosa ¿Puedo hacer pis sin bañarme? ¿Si hago pipí sin bañarme me pasa algo? ¿Voy preso, como si matara una ballena? ¿Si mato una ballena voy preso? (No tengo intenciones de matar a ninguna, ni tampoco creo que pueda).
Por otro lado, muchos habrán notado que, cuando uno está deseoso de hacer pis, y no está cerca de la casa, estas ganas de orinar son un tanto mas soportables que si uno está cerca de la casa: Es así, cuanto más te vas acercando a tu morada, mas grandes son las ganas de hacerlo… hasta el punto, en que uno termina abriendo la puerta de su casa apretándose la puntita del pito como si estuviera sosteniendo una bombucha para lograr retener el líquido (mejor ejemplo imposible).
Entrás corriendo, tirás las llaves en cualquier lado, y con una coreográfica patada Ninja corrés de tu paso a tu vieja que sale a tu encuentro con un “Hay empanadas en el horno…” ¡Patada a mamá! Abrís la puerta del baño, te bajás todo… y si te tenés que meter en la ducha es un garrón. No te dan los tiempos…
De todos modos, admito que para el hombre (más que para la mujer, lo confirmó una oyente), hacer pis en la ducha es genial. Yo creo que esto tiene que ver con que uno (varón), si hace pis en la ducha, no tiene que sostenerse nada (los hombre tenemos que sostenernos el pito, chicas, sino meamos la tapa y ustedes se quejan). Esa es la cuestión, la comodidad de hacer pichin sin sostenerse nada, es volver a la infancia y usar pañales, es hacer pis en la pileta; la mezcla de líquidos, los distintos colores, las distintas densidades…
Como para ir cerrando esta nota escatológica, con algo un tanto más escatológico, propongo tirar la cadena del baño una vez al día. Es decir, si en la familia somos cinco, y todos vamos al baño, durante el día, la cadena la vamos a tirar a las doce de la noche, cuando todos nos vamos a dormir. Simple, ahorrativo, y viene muy bien para intimar y conocer mejor a los otros miembros de la familia. Desde luego, es estupendo para ahorrar agua!

jueves, 24 de septiembre de 2009

Preso de libertad

La libertad no es libertad, es solo creer que corremos libres por los campos de una naturaleza cercada. Esa frase, es lo primero que se me viene a la mente cada vez que pienso en esta historia que a continuación narraré. Sé que decir que cada vez que conté esta historia, no me creyeron, quizás no es la mejor forma de empezar este relato, dado que así, estoy sembrando incredulidad en quien lee estas líneas. Pero, a decir verdad, me interesa muy poco si me creen o no. A demás, fue la única forma que encontré de empezarlo. Lo que si, voy a contar los hechos tal cual sucedieron, o mejor dicho, tal cual como yo percibí que sucedieron, que dadas las circunstancias, es lo mismo, y así mismo, es la única posibilidad que tienen ustedes de conocer esta historia.

Ya hace algunos años que él desapareció, a pesar de eso, no sé porque, pero aun miro el cielo con la esperanza de verlo. Trataré de no contar de cómo forjó su hoy inexistente fortuna, puesto que nadie lo sabe, y pienso dejarlo así. Pero lo que si se sabe, ya por boca de leyenda, es como la perdió. Eso si lo contaré.

Tampoco perderé el tiempo con pormenores de su vida, pues no creo que tengan importancia. Nunca tuve aptitudes de narrador, de modo que intentaré contar aquellos hechos, a mi juicio significativos, que son los que tejen esta historia. Creo que como cualquier historia, se debe empezar por el principio, o en este caso, por lo que yo considero primordial, que es lo fundamental también, como para luego poder entender, la forma de actuar de esta persona, y el desenlace de todo, ya que es eso lo fantástico e increíble de esta historia; el desenlace, dada la perfección con que todo cuaja.

Me remito entonces a hacer solo un juicio disyuntivo, es decir, me animo simplemente a decir que tal vez la vida le fue muy dura, o a que tal vez no, o a caso fue él quien no supo elegir el camino indicado volviendo ceniciento su existir. Pero lo dejo a su juicio. En fin, lo que si es verdad, es que su miseria empezó a sus diez años, cuando sus tiernos y frágiles brazos fueron el lecho de muerte para su enferma madre; - lo más duro de ver a mi madre morir- recuerdo que me dijo- fue cuando, ya más muerta que viva, casi sin fuerzas, me miró con expresión cadavérica, secó mis lágrimas y cubrió mi cuerpo con una manta- y repuso- lo que la pobre no se dio cuenta, es que el frío ya estaba en mis brazos. Pienso ahí, nació su rebeldía, su visión lúgubre de las cosas.

Luego, los años posteriores a la pérdida de su progenitora, los vivió al límite;- la vida es corta- me decía. Probó de todo, lo bueno y lo malo, excesos y carencias. Pero fue recién durante una noche lánguida y de soledad envolvente cuando cayó en la cuenta de que, dentro de la cárcel, lo único que le servía, era esa manta pobre que en vano aquel día cubrió su cuerpecito. – En la cárcel soy libre cantando- me decía- cantar es cómo un orgasmo emocional, es como gritar vomitando penas-. Yo trato de entenderlo, y quizás, de seguir su ejemplo.

Con el encierro, su vida cambió de forma radical, sobre todo, cuando un día, aun entre rejas, sediento de libertad, se compadeció de su única compañía viva; un charrúa ameno color pesimismo, y le abrió la puerta de la jaula para dejar que éste volase libre. Éste, en lugar de volar fuera de la celda, se posó en su hombro con lealtad perpetua.

Cuando salió de la cárcel, casi no pude hablar con él, dado que yo pasé algunos años en el exterior, la última vez que lo vi, fue aquella noche, donde casi no cruzamos palabras.

Ya estando afuera, así dicen, empezó a gastar su dinero en una obsesión enfermiza, lo único que lo hacía sentir bien; la libertad. Compraba pájaros enjaulados para luego soltarlos y destruir sus pequeñas prisiones. Liberó a miles, poco a poco se fue quedando sin dinero. Intentó conseguir trabajo, pero las marcas del pasado se lo impidieron. Su pobreza y su desesperación eran cada vez más inmediatas, todavía, existían infinidad de inocentes voladores apresados, por liberar; pero el único posible que le dejó la sociedad, fue volver al pasado.

Como la noche en que lo atraparon, me acuerdo como si hubiese sido el domingo, otra vez las sirenas lo perseguían:- ¡Alto ahí!- le gritaban, y se repetían entre ellos- ¡El mendigo de manta deshilachada, que no se escape!- Corría como liebre, estoy seguro de que hasta se sentía volar. La lluvia y el viento le acariciaban la cara, y las lágrimas de miedo y felicidad, le cegaban la vista. Su destino se acercaba. A lo lejos pudo distinguir el puente y empezó a correr aún más rápido. Yo no pude hacerlo.

Esa última escena todos la vivimos en cámara lenta, vimos como en un salto magnífico, traspasó por encima la baranda de aquel puente y se lanzó a trescientos metros de caída libre. De repente, el sonido de la lluvia se enmudeció, y un aleteo infinito comenzó a escucharse. Y fue cuando lo vimos, como yo espero verlo cada vez que miro al cielo. Era una inmensa cantidad de aves, un número incalculable, todas blancas.

- Parecen ángeles- me dijo uno mientras me ponía las esposas. Y así es. Cargaban en su pico al mendigo. Lo vimos desaparecer en el horizonte, con su manta deshilachada, preso de una gran nube de libertad.

Sobre el tiempo estancado de la mesita del parque de siempre

La vida no es la que uno vivió,
sino la que uno recuerda y
como la recuerda para contarla.
(G. G. Márquez).

Lamento no haber ido aquella vez, realmente lo siento Mariel. Me hubiese gustado tanto sentarme “contigo” en aquel café de siempre y tomarte de la mano, mirarte bien fijo a los ojos, y que cuando las miradas, dejen de ser solo miradas para alcanzar el grado máximo de intimidad, allí, Mariel, plantarte un beso inocente en tu boca ansiada, y luego, así como si nada, murmurar una broma casi diminuta, ínfima, y hasta pueril, para poder soslayar esa cercanía que, aun estando lejos, solo pueden alcanzar la miradas; como esas bromas que se hacen en los velorios, o en las salas de espera. No me mal interpretes Mariel, aveces es bueno manchar un poquito el silencio con la sutil vibración de alguna palabra innecesaria; como el café con un poquito de leche, para que no sea tan puro, y no es que no me guste el café, es que a veces, el gusto que le siento a ese café que tomamos, no es el gusto que tiene. No sé si me entiendes Mariel. Pero de esto que te hablo me he dado cuenta desde que me sucede lo que me sucede, desde que nos veo como un tercero. Es por eso que sí, así es, a veces, pensar en tanta cercanía, en tanta intimidad “contigo”, me aterra. Pues ya no sé quien eres Mariel, ya no lo se. No quiero que te ofendas, pero me he dado cuenta de que el mundo y la vida que vivimos es una cosa, y que la concepción que tenemos de ello, Mariel, es otra bien distinta. ¡Hay Mariel, no sabes cuánto me cuesta escribirte teniéndote aquí enfrente, repetidas veces, dividida en instantes, como me cuesta! En fin, no sé si te acuerdas de aquella vez en el parque de siempre, cuando estábamos sentados, enamorados, en esas mesitas de concreto con tableros de ajedrez en su superficie, esos tableros hechos con excelentes y perfectos cuadraditos recortados de baldosas blancas y negras, no sé si te acuerdas. Yo te leía poesía, tú me decías que me admirabas, yo no entendía por qué. Eso no importa, lo que importa es lo que hablamos aquella vez, hablamos de la realidad Mariel, de que cada instante vivido, cada fracción de segundo y no sé cuanto más, porque tú sabes que no entiendo de medidas de tiempo y esas cosas, quedaban flotando estancadas en el tiempo y en el espacio, suspendidos por siempre, repitiéndose una y otra vez, como una cinta de video que termina y vuelve a arrancar, no sé si te acuerdas, yo si. Y además de acordarme, lo vi Mariel, lo vi, lo examiné y observé como si todo fuese un gran museo de lo que vivimos. Sí, un gran museo Mariel. Es por eso que no fui al café. Y no sé, quizás no lamento tanto no haber ido y no haberte tomado de la mano. No quiero que te ofendas Mariel, pero descubrí que cuando te extrañaba, en verdad extrañaba lo que recordaba de ti, no lo que en realidad eras. Porque uno extraña lo que recuerda Mariel, tú me conoces muy bien, y sabes que siempre pensé que no tenemos pasado sino recuerdos, y siempre lo defendí, defendí esa hipótesis mas allá de dudar hasta de mi mismo por momentos. Pero bueno, como te decía, la otra vez, cuando quise hacer tiempo para encontrarme “contigo” en aquel café Mariel, me fui a la misma mesita de siempre, en el mismo parque de siempre. Pues pensaba que si seguía los mismos pasos que alguna vez seguí, todo volvería a ser como antes; yo haría tiempo en el parque, llegaría un rato tarde a la cita contigo en el café, pues te haría esperar un poco, solo un poco, quizás para hacerte sentir que no llegaría nunca y así, sientas que me puedes perder; y luego tú, al verme, te tranquilizarías y me saludarías, me tomarais de la mano, acercarais tu rostro al mío llenándome de ternura con tus añorados ojos azules, aun con la mesa frenándote en el pecho Mariel, interponiéndose entre nosotros, y me regalarías una sonrisa y me dirías te quiero. Yo te besaría. Tomaríamos algo, yo me pediría un café, tal vez tú te pedirías un jugo de zanahoria, que no te gustaría y me lo darías a mi, para que lo tome, para que coma lo que no comes tú, como siempre. Luego, charlaríamos un rato, quizás de Marx o de Freud o de algunos de esos tipos que se robaban nuestras charlas, hasta que yo me cansaría de tener la mesa en el medio y de la gente que estaría en el café, pues sabes que detesto estar con gente desconocida y sobre todo si es mucha. Como sea, me cansaría y te diría; por qué no vamos a otro lado, y tú me dirías dale, a donde. No sé para que lo preguntabas, si sabías ya por costumbre que nuestro destino era esa mesita de aquel parque, donde yo habia estado sentado un rato antes de encontrarme “contigo”, y que luego Mariel, aquella vez, cuando no fui al café, cuando falté a nuestra cita, fue porque, en efecto, seguí la misma rutina siempre, y una vez que estaba llegando a al mesita, te vi, juro que te vi, de espalda, sabía que eras tú, reconocí tu cabellera, tus rizos oscilantes entre manteca y trigo; y estabas con un hombre, de la mano, él te leía algo, tú sonreías. El corazón me crujió Mariel, estoy seguro de que hasta escuché el estruendo dentro de mi pecho. No sabía que hacer. Habia ido a recordarte y te veía con otro. No es que no tengas derecho a estar con alguien, tú me abandonaste hace tanto y en ese mismo parque, ya sé que solo somos amigos, lo sé, pero debo admitir que me dolió. Pero bueno, a pesar de que la imagen me lastimaba, algo me impulsaba a acercarme, y lo hice. Y cuando me acerqué, nos vi. El tipo era yo Mariel, no me reconocí, desde luego, es decir, nunca me vi como a otra persona. Pero éramos nosotros, esa misma tarde cuando te leía poesía y hablamos justamente de esto, del tiempo estancado, repitiéndose una y otra vez. No sé si te acuerdas Mariel, te veías tan hermosa, pero yo te recordaba de otra forma. Quizás ahora entiendas a lo que me refiero cuando hablo del pasado. En fin, estabamos sentados uno al lado del otro, tú estabas a mi izquierda y me observabas risueña, yo te leía y hacia ademanes de actor con las manos, ademanes que desde afuera vi ridículos Mariel. No importa. Vi que tu pelo no se movía de la forma que yo recordaba, que tus miradas no eran las que tenia en la memoria, es decir, lo que en realidad vivimos es solo el mero esqueleto de alambre de esa escultura que armamos en nuestra mente, escultura que vamos armando con los materiales que nos proporcionan, los sentidos, la subjetividad, el estado de ánimo de ese momento, y sobre todo, cuando esta escultura deja de ser presente para ser parte de nuestros recuerdos, la vemos según lo que sentimos en el momento de remembranza. Porque el presente influye desde el presente en el pasado, porque el pasado que tenemos es lo que recordamos Mariel. Pero esto ya te lo plantee muchas veces, ahora quiero hablarte de este fenómeno sobrenatural, dado que todo no quedó ahí, después de ver lo que en verdad aconteció, me decepcioné y no quise ir al café, tuve miedo de verte y que no seas quien eras, o quien creía que eras. ¡Es que ya no sé quien eres Mariel!. Ahora temo que me pase con todo; con mi infancia, mi adolescencia, con todo, incluso con este presente que deviene en pasado a cada instante, porque mi habitación esta llena de ti y de mi, en la cama, frente al espejo, en cada rincón donde estuvimos, donde nos amamos, donde lloramos, donde reímos, donde alguna vez peleamos. Es más, no se si te acuerdas, pero aun estás en mi cama, desnuda, llorando de felicidad por el acto de amor que acabábamos de hacer. Estas en toda la casa. Si voy a la cocina, allí estamos, si voy al baño, también estamos, tantas veces como instantes vividos juntos, pues estamos donde alguna vez estuvimos Mariel, en escenas, y en cada una de esas escenas, descubro cosas nuevas, y mi pasado se desmorona, y ya no se quien soy, porque a medida que te pienso, momentos vividos aparecen suspendidos en el tiempo, y también me veo a mi, que no me veo como creía que me veía. Y me desespera, pues ya no puedo hacer nada, solo cerrar mis ojos y no ver mas para no ver mas esto que no quiero ver. Y es por eso que te escribo y que quiero enviarte ésta carta, para que me entiendas y sepas disculparme por haber faltado a al cita. También te pido perdón, pero no me busques, sé con certeza que estas son la ultimas líneas que escribo, y que la ultima vez que salga a la calle, o tenga contacto con otras personas, será para llevar ésta carta al correo. Después de eso no habrá nada, pienso aislarme aquí, acostarme en mi cama junto con nosotros antes, cerrar mis ojos y dejarme morir, recordándote como quiero recordarte Mariel. Como quiero recordarte.

Adelita Guzmán tiene manos de suspiro

Aquella tarde, como cada tarde a las siete de la tarde; Adelita Guzmán abandonó provisoriamente la cama del hospital donde estaba internada y se abrió camino entre los pasillos del mismo en busca de la calle. Una vez allí, caminó deprisa veinte cuadras salvajes y llegó por fin y a horario a su trabajo, la salita de primeros auxilios donde hacía lo que le hacían durante el día mientras estaba en la cama, y donde habría de toparse conmigo y mis heridas, dejándome un sabor amargo en el alma, e impactándome para el resto de mí vida.
Yo había sufrido un accidente automovilístico que mas allá de unos pocos moretones, no me había hecho nada, no obstante había acabado en aquel nosocomio mas para recibir los mimos curativos de quien cada vez me mimaba menos, que para ser atendido por los golpes y rasguños. De manera que cuando llego mi turno de ser atendido, e ingresó al consultorio con paso raudo aquella anciana andina con piel de cerro y aura de infortunio, comprendí que mi farsa de sobreviviente de guerra debía ser dejada de lado.
- Me Dijeron que tengo pasarte alcohol en las heridas-, me dijo agitada, mientras luchaba por meterse dentro de un mugroso delantal de enfermero. –Si- le respondí yo, viendo como se aferraba a una camilla, sosteniéndose para mantenerse de pie y así poder respirar. Le ofrecí mí ayuda. - No gracias m’hijo, ya se me va a pasar- gimió, y se sentó en una silla que Mercedes le estaba acercando.
Quedamos en silencio durante un rato. Del otro lado del muro, en la sala de espera, podía escucharse alguna que otra persona toser, o alguna charla casi en secreto. En tanto que nosotros, nos mirábamos perplejos, sin comprender muy bien el estado de esa persona que parecía dormida, desplomada sobre la silla metálica. Así que, cuando el silencio aumentaba la incertidumbre y la incertidumbre volvía más denso el silencio, y entonces era ya inminente y necesario decir algo, quien dijo algo fue quien nosotros creíamos que no iba a decir nada, disipando el mutismo y cambiando la incertidumbre por tristeza, contándonos su historia de esfuerzo y miseria, enseñándome que a veces, lo mas insignificante liviano para mi, puede ser quizás lo mas pesado del mundo para otros.
Por mi parte, yo llevaba algunos meses advirtiendo con dolor que mi relación de pareja era cada vez menos pareja, y que la balanza de las concesiones que mantenían respirando artificialmente a un amor en estado vegetativo, se inclinaba cada día con más pesadez sobre mi lado; por eso, como último intento de obtener lo que no me daban, mi costado mas aniñado había optado por resguardarse y buscar calor en la clemencia, pretendiendo esconder el gélido y muy muerto cadáver de su desinterés.
Así fue entonces que Adelita Guzmán nos contó su historia. Tenía poco más de seis décadas en esta tierra, siete hijos sin padre, y una nieta soltera de catorce años con un hijo por nacer. Desde que era pequeña, y antes que pudiera aprender a jugar, Adelita tuvo que aprender a trabajar y a fregar mugre, pues era la mayor de ocho hermanos y la más apta para el trabajo en una necesitada familia del Norte de la Argentina, cuyo padre, inaugurando una estirpe de mujeres solas, había abandonado a su mujer en busca de aventuras noctámbulas. Así, pues, una mañana de abril, con dos panes en un bolso, veinte pesos y la mitad de una muda de ropa, una Adelita Guzmán de nueve años se subió a un tren en su pueblo natal y no se movió de su asiento hasta llegar a destino, en Buenos Aires, donde el chofer de una familia adinerada la esperaba y la conduciría, no sólo hasta aquella infinita casona para que empiece a formar parte de la servidumbre, sino también y sobre todo, hacia un destino opaco y tristemente irrevocable .
Ya de adulta, sin madre y con sus hermanos crecidos, no tenía mas de quien ocuparse que de si misma; pero como la costumbre de lo servicial y la soledad pudieron más que su afán de vivir tan sólo por ella, no comprendió justamente que era de sí misma de quien debía ocuparse, y acabó encontrando un marido que se olvidó de ser marido y la dejó luego de unos años solita y con siete niños esperando ser criados.
Desde luego que el tiempo pasó y los hijos crecieron, y algunos abandonaron el hogar materno para escribir su propia historia, en tanto que otros, seguían apenas garabateando frases bajo el mismo techo, contribuyendo a una enmarañada prosa desprolija como un plato de fideos, donde los padres no eran padres y los hijos no eran hijos. Donde no se sabía al fin de cuentas si eran hijos, hijastros, hermanos, sobrinos o primos, etcétera. Donde al fin y al cabo, quien terminaba haciéndose cargo de todo, era La Madre, la única madre, la de siempre; Adelita Guzmán.
De modo que así, sin más, esta vez la tercera no fue la vencida, y el espiral de su vida acababa siempre en lo mismo, pues el destino parecía haberla condenado, y esta vez debía hacerse cargo de su nieta y su bisnieto, aun en reposo en aquel vientre mancebo.
De pronto, en la mitad del relato de su vida, cuando pareció recuperar la respiración, y se la vio mas calmada, Adelita se levantó de la silla en donde descansaba y caminó lentamente hacia un costado, donde se encontraba un botiquín del cual tomaría una botella de alcohol y un paquete de algodón, para continuar su trabajo. Pero cuando intentó agarrar la botella, ésta se resbaló de su mano y se estrelló en el suelo inundando todo de su olor higiénico, causando un estruendo de marejada y campanas, que me retumbó en el medio del pecho como un trueno, y que me pareció aún más inmenso de lo que seguro era.
De inmediato, antes de que yo pudiera reaccionar, mi acompañante corrió hacia ella y la ayudó a recoger los cristales del suelo con una escoba que hasta entonces yo no había visto y que jamás supe de donde la sacó. Esto me aterró, pues pensé con angustia en cuántas cosas que ella hacía yo no tenía bajo control.
Luego, cuando todo estuvo limpio y yo mismo coloqué sobre mi camilla lo necesario para limpiarme las heridas, Adelita tomó un trozo de algodón y me pidió a mi mismo si por favor podía empaparlo con alcohol. De manera que así lo hice y se lo di. Y nuevamente, cuando intentó tomarlo entre sus dedos y pasármelo en las lastimaduras, este acabó en el suelo.
- No lo voy a recoger- me dijo, y repetimos el mismo acto; yo lo empapé de alcohol, y se lo di para que me lo pasara. Pero nuevamente se le cayó. Yo miré a Mercedes que desde hacia rato nos miraba, y con un gesto me dio a entender que le ofrezca ayuda.
Y así lo hice, mas por la costumbre de hacerle caso a Mercedes, que por la iniciativa de ofrecerle ayuda a Adelita, pues había entrado en un estado de ensimismamiento que me había paralizado, un ensimismamiento que era la mezcla de mi situación amorosa y el shock que me provocaba la cruda imagen de Adelita. Pues, como siempre en estas situaciones, el héroe que yo soñaba ser no sabía actuar como tal, y prefería observar inerte desde las sombras en las butacas del estadio, en lugar de plantarse en el escenario y proceder bajo las luces.
No obstante, esta vez Adelita si aceptó mi ayuda, y mientras nos terminaba de contar su historia, nos enseñó sus heridas.
A causa de un problema en sus pulmones, desde hacia mas de un año, se encontraba internada con intermitencias en un hospital despedazado que guardaba (aunque mas deteriorada) la misma fachada que en un comienzo, medio siglo atrás, fruto de un gobierno peronista. Así, entonces, cada tarde, como cada tarde a las siete de la tarde, dejaba su cama de convaleciente gracias a la complicidad de las enfermeras, y se dirigía a trabajar a la salita de primeros exilios que había sido construida para atender a los dolientes que no podían ser atendidos en el viejo nosocomio, cuando este rebalsaba de gente.
Al terminaba su jornada laboral, ingresaba nuevamente al hospital apelando también a la complicidad de las enfermeras del turno noche, quienes sabían que ella, más que nadie, necesitaba trabajar y hacer tamaño esfuerzo, pues debía ayudar y alimentar a su nieta, que por quedarse embarazada, también se había quedado sola, repitiendo la historia y sellando su destino, con la misma salvedad y la misma solución de siempre: Las Manos de Adelita.
- Por favor no se lo diga al doctor- me dijo- que si sabe que estoy internada, no me va dejar trabajar- y continuó contándome lo de su nieta, y confesándome que como el dinero no le alcanzaba, ese día lo había pasado fregando mugre en la casa de una antigua patrona, y que era tanto lo que había trabajado, que en sus manos ya no quedaba fuerza suficiente para sostener aunque sea una pluma, y que por eso se le había caído el algodón, porque lo había sostenido con sus últimos suspiros; y que a demás de las dolencias por el mucho esfuerzo -los brazos me duelen por los pinchazos de los sueros- y nos pidió que le arremanguemos el delantal y nos mostró las punzadas. Dos en cada en brazo, que sangraban apenas como ojos llorando espeso, como las marcas de una cadena que parecía apresarla por siempre, como estigmas de una condena infinita, como las huellas de un firmamento inevitable quizás, quizás, como los mismos cortes que ataron a Cristo.
Finalmente, y tal vez como una constante en estas tierras, las cosas para mi no salieron como esperaba, es decir, salieron al revés; quien debía prestarme atención a mí, terminó atendiendo a Adelita, y quien debía ser curado, acabó curando a quien estaba allí para curarlo. Pues a penas vi aquellos pequeños puntos sangrantes en sus brazos, utilicé los algodones con alcohol que eran para mi, limpiando sus heridas, mientras que ella me miraba como pidiendo perdón, pensando quizás en aquel soplo de huracán que alguna vez bramó en sus manos, en sus primeros años de sirvienta precoz, que barría con problemas y mugres por igual, y que ahora, en sus días de ocaso, no era mas que un suspiro débil, como brisa pálida, que penosamente ya no barría con nada.
En cuanto a mí, o mi relación de pareja, sucedió que al poco tiempo mi compañera tuvo más valor que yo y optó por la eutanasia, desconectando de una vez por todas los cables del respirador de un amor que ya no respiraba hacia rato, por más algodón con alcohol frotado en las heridas, por mas fuerte que se aferrasen las manos.

Onírico

De pronto, apareció a mi lado, cabizbaja, tiesa. Ajena y lejana. Infinita, imponente. La miré a sus ojos verdes y con risa resignada, le dije que hoy como ayer, mis lágrimas traerían su presencia. Ella me miró sin expresión alguna y me preguntó cómo estaba. Yo le dije que estaba sentado y con el culo lleno de arena. Sonrió, pues no había entendido; y me dijo que ya sabía que estaba sentado, y me preguntó que estaba haciendo. Le dije que había venido a ver, como las olas al romper se prendían fuego de un azul eléctrico y siniestro, ajeno a la marea, similar a la sirena enardecida de un patrullero que persigue, trayendo con el áltano un efímero olor a jazmines, y formando un paisaje fantástico junto a la hermana luna, que se veía gigante y naranja, latiendo con taquicardia y llorando por el dolor de una herida piógena causada por una flamante estaca norteña clavada hace mas de treinta años. Creo que por eso, solo algunos, pudimos escuchar sus lamentos ya cansados que decían, que ella, no era de los científicos, sino de los poetas.

A pesar de que no se lo mencioné, esa noche también me senté a llorarla. Me había acurrucado cerca del muelle, pero en la penumbra, en los médanos más retirados, para poder olvidarla, exorcizarme de ella, con la esperanza o el deseo, tal vez, de que el verdadero amor de mi vida, acaricie mí nunca acabando mi plegaria, mi opacidad. Pero sucedió lo habitual; derramé en ella lo que cada noche como esa noche le decía, lo que siempre quise pero nunca pude decirle. Y ella, rascando donde me picaba, endulzó mis oídos con lo que nunca dijo ni tampoco diría.

Ella era una adolescente de cabellos de sol y ojos de agua, pero unas aguas (pude comprobarlo con el tiempo) como de un mar absorbente y traicionero. Pues su rostro, crédulo, impávido, era el vivo retrato de un ardiente e iluminado desierto, donde sus ojos, (por más banal que pueda sonar), eran los oasis que yo había buscado sediento toda mi vida. Y su cuerpo, su cuerpo languilíneo y escuálido, escenario perfecto para sus senos de botón. Y sus piernas, la larga y caliente y excitante ruta hacia ese vergel que se escondía, esa noche, debajo de un vestido blanco. Así que, vertiginoso, y sufriendo una adictiva polidipsia floral, me volví a sumergir en esa ruta húmeda, como alguna vez en alguna playa. Nos amamos con la ferocidad de la guerra, queriendo lastimar al otro de placer, encontrando el éxtasis en el dolor, y el dolor en la lujuria. Nuestros músculos se tensionaban al extremos, sobrellevando al máximo los esfuerzos para sentirnos cada vez más juntos, mas uno, menos carne, más alma, tanto con, en un punto, ya los cuerpos estaban de más. Queríamos estar cada vez más pegados, necesitábamos sentirnos un solo ser. Pasábamos de la guerra a la paz, a una paz que no encontraba admirándonos, recorriendo la geografía de nuestros rostros con movimientos casi imperceptibles para percatarnos de que, toda esa belleza no tan bella, que no era bella por bella, sino por la subjetividad de las emociones, era real. Intercambiamos más de un gemido animal y primitivo llenando ese sordo silencio que logramos percibir y escuchar de ese mudo barullo a mar que nos protegía de ser advertidos. Y como si fuéramos saliendo de un gran sopor, poco a poco volvimos a esa falsa realidad, y nuestras almas fueron separándose, para volver, cada una, a su cuerpo, dejando una sensación de cansancio y vacío que provocaba tristeza.

Hablamos durante un rato. Me preguntó porque había desistido en la empresa de conquistarla. Y yo, sin poder mentirle para conservar mi orgullo, le dije, casi sin pensarlo, que por miedo a fracasar. Ella, en pose de maestra, sonriendo con actitud pedante para ocultar su natural e insoportable inseguridad, repuso diciendo que la larva no tropieza porque se arrastra. En un principio no entendí, pero medité durante unos segundos y caí en la cuenta de que con ella, no solo me había arrastrado siempre, sino que también, había fracasado hasta queriendo olvidarla. La miré fijo, como si quizás pudiera llegar a decir algo importante o determinante, quizás que estaba cansado de arrastrarme, de soñarla, de que por más me doliera arrastrarme, más me dolía resignarme a olvidarla. No le dije nada, y en su lugar murmuré, murmuré, más haciendo una reflexión que diciéndoselo a ella, largué entre dientes; la velocidad con la que llegaste me asombra, de Buenos Aires a Santa Teresita, solo, en lo que tarda en caer una lágrima. Pero justo cuando estaba a punto de decir algo más, no muy importante seguro, algo para solo decir, sentí una mano familiar, pero hasta entonces desconocida que acariciaba mi nuca, y una voz apacible, melar, tierna, añorada, pero también desconocida, que me consolaba.
Allí fue que vi por última vez el rostro ya desdibujado, desvanecido, desapareciendo, de la culpable de mi plegaria. Y abrí los ojos y levante mi cabeza que reposaba en mis brazos amarrados a mis rodillas desde que me había sentado en aquel sitio, y la vi, temblorosa, eterna, acariciando mi nuca para siempre. Admiré sus ojos celestes y diáfanos mirándome como quien encuentra algo anhelado tuda su vida. Recuerdo que recorrió mi rostro con ternura maternal, con sus manos suaves, y me dijo; tiré una piedra al mar, soñando y pidiendo un deseo, y apareciste vos. Bien venido amor de mi vida. La miré sin entender muy bien sus palabras, y cuando miré perplejo a mí alrededor, no encontré ni el muelle ni nada, y comprobé que ya no estaba en los médanos. Recién allí pude comprobar el poder de los sueños.