viernes, 16 de julio de 2010

A la deriva en el viento como una seca hoja de otoño (Cuento del primer libro)

Hacía ya como media hora que estaba esperando el ómnibus, y tenía en la mano un libro obeso con fotos de pinturas y esculturas arcaicas que acababa de comprar pero que todavía no había podido abrir porque el viento se lo impedía. Y pese a que el sol caía perpendicular a él, el frío era tanto, que el único efecto que tenían sus rayos, era el de alumbrar. Puesto que aquel gélido viento que golpeaba desde todas las direcciones posibles, y traía revoloteando consigo diversas hojas marrones y secas que parecían moverse con vida propia, enfriaba hasta las uñas y los recuerdos y las esperanzas. Y como él, tenía la costumbre de hacer analogías asiduas con todo aquello que, aunque a simple vista, nada tuviera que ver con quien aun le dolía en medio del pecho; cuando vio aquella hoja de otoño que se desprendió de su tallo y cayó con brusquedad al suelo, para ser luego pisoteada por alguien que pasó caminando sin fijarse por dónde caminaba. Y cuando después, como siguiendo un reflejo, observó una hoja de las que el viento traía flotando, pensó “¡mierda, el amor de ella yace muerto y resquebrajado en el suelo, mientras que el mío, aun flota a la deriva y sin encontrar amparo!”.

La hoja pasó cerca de él, como rodeándolo, bailando en el aire alrededor de su cuerpo. Como si lo estuviera gozando al saber de su analogía. Hasta que pasó delante de su cara, y él abrió el libro que tenía en la mano y lo cerró con violencia, atrapándola en el medio de una página cualquiera, como si fuera un separador, sin saber lo determinante que sería momentos después aquella hoja en aquella página.

La parada donde estaba, era la misma parada donde tantas veces se había tomado el colectivo para encontrarse con la mujer que aun le causaba dolor en el pecho. De modo que lo único que deseaba, era irse de ahí, alejarse, que el colectivo llegase enseguida para poder sentarse y hundirse poco a poco en el asiento, y disfrutar del calor impersonal pero complaciente del motor. Cerrar los ojos o ver el paisaje, y dejarse llevar por sus pensamientos.

Le fue inevitable recordarla, volver a ver su sonrisa, su pelo, sumergirse en los recuerdos con tanta determinación, que por poco casi llega a imponerlos a la realidad. Pero cuando comprobó que su mano, no acariciaba más que aire, todo lo construido en su mente se desmoronó arrojándolo ferozmente sobre el frío pavimento de la realidad solitaria de aquella parada.

Un tanto para calmar la ansiedad, y otro tanto para que el colectivo llegara; encendió un cigarrillo. Al igual que cada vez que esperaba uno y este no venía. Pero alcanzó a dar unas pocas bocanadas de compromiso, cuando vio en la lejanía acercarse el micro.

Apagó el cigarrillo contra el poste de luz que sostenía el cartel que indicaba la parada del colectivo, y lo guardó en el bolsillo para terminar de fumarlo más tarde. Sacó unas monedas de su pantalón de jean y las contó casi por inercia, dado que sabía que eran las únicas monedas que tenía para viajar. Ni una más ni una menos de las que necesitaba.

El colectivo frenó ante su llamado, abrió su puerta y él subió. Sacó el boleto con vergüenza, tratando de no mirar hacia el fondo para no ver si alguien lo miraba. El coche estaba casi lleno, solo con dos asientos vacíos.

Vislumbró cuáles eran esos lugares sin ocupar, y no dudó en sentarse en el asiento que más le gustaba; el último de todos, del lado derecho del fondo, que a su vez, en asiento continuo, estaba también vacío. Esto lo contentó, pues, con un poco de suerte, no tendría que viajar sentado al lado de nadie.

Cuando estaba por sentarse, comprobó que la superficie de la butaca estaba un poco mojada, así que sacó un pañuelo del bolsillo, y la secó. Una vez sentado, intentó en vano cerrar la ventanilla apenas, y una brisa fuerte y congelada, comenzó a golpearle la cara, obligándolo casi, a cerrar sus ojos. Entonces, cerró su gabán color terracota lo mejor posible- protegiendo su cuello- se cruzó de brazos, y reposó la cabeza sobre la pared del ómnibus. Luego se perdió en el paisaje.

Algunas paradas más adelante, cuando escuchó la puerta del colectivo abrirse, su curiosidad pudo más que la comodidad de sus pensamientos, y no pudo menos que fijarse quién estaba por subir.

Desde su lugar, solo se podía ver una cabellera anciana y pura, en tanto que el conductor, se levantaba, extendía su brazo, y ayudaba a subir a aquella mujer con bastón. Detrás, colaborando a empujones delicados, subía una joven que recién logró ver cuando ésta sacaba el boleto.

Lo que más le llamó la atención de ella, fue que al verla, le inspiró un aire dulce pero triste. Atractivo en dos polaridades, que lo hacían oscilar entre admirar su sensualidad natural, y su cuerpo de guitarra, con cuerpo de mujer, pero con cuerpo de guitarra, etcétera; o conmoverse por su imagen triste y apacible. No en vano observó su figura, pues tenía unas caderas anchas y sugerentes que eran la antípoda y combinación perfecta para sus senos pequeños y delicados. Sus ojos achinados, gracias a su pelo castaño tirado hacia atrás, y a su rostro redondo de muñeca regordeta, resaltaban etéreos y se veían tan hermosos, que el solo hecho de ser mirado por ellos, lo hacía sentir a uno excepcional y transportado a ese mundo perfecto que solo puede ser creado en la mente de un soñador.

Era dueña de unos labios turgentes y curvilíneos, que se destacaban y sobresalían como si estuviera tirando un beso a la nada, cada vez que jugaba con la punta de su lengua a recorrer los espacios que quedaban entre diente y diente. Y que a pesar de su tamaño y voluptuosidad, no parecían grotescos, puesto que la mirada tierna de quien los portaba, su piel nívea, su vestimenta opaca, los libros que llevaba abrazados a su pecho, y ese aire apacible que inspiraba al moverse, le daban la imagen de musa confortante para cualquier pintor o poeta medio flojo de corazón.

Quizás el por eso la vio así, y la contemplaba perdido, sin mover la cabeza de su descansada posición.

La viejita ya había ocupado el asiento libre que quedaba adelante; así que cuando obtuvo su boleto y encaró hacia atrás, él en vano descruzó sus brazos con rapidez y simuló leer el libro que traía. Pues ella, ya lo había pescado mirándolo embobado y con la mirada extraviada. De modo que apoyó el libro sobre su muslo, y como signo de nervios, con su dedo pulgar, empezó a pasar las hojas cerradas.

Aquella conocida, que le resultaba conocida, y que realizó mil peripecias y media para poder llegar al fondo, mientras esperaba que el colectivo frenara para poder sentarse, lo miró clavado a los ojos y notó la vergüenza y la tristeza en él. Él, ante su mirada, ante su mirada, se sonrojó y volteó el rostro para mirar hacia fuera. Ella sonrió con ternura, secó el otro asiento que también estaba mojado, se sentó, y comenzó a leer uno de los libros que traía en la mano.

El colectivo siguió su rumbo, encaró hacia el sur a toda velocidad, por una avenida anchísima. Parecía desarmarse, envestía los pozos y lomos de burro como si nada. En cada salto, los fierros viejos y enormes de la carrocería chirriaban estrepitosos. Mientras los vidrios de las ventanillas temblaban y amenazaban con salirse.

Ya hacía algunos minutos que viajaban juntos, y ambos parecían distraídos e indiferentes de quién tenían al lado. Cada uno iba concentrado en lo suyo. Ella, había dejado de leer lo que leía, y observaba los cartetilos pegados en el interior del colectivo; “Prohibido asomarse y sacar los brazos por la ventanilla”, “En caso de emergencia rompa el vidrio con el martillo”. Pero el martillo no estaba, solo quedaba el plástico que alguna vez lo sostuvo. Esto le causó gracia.

Él, por su lado, contemplaba el paisaje urbano y cotidiano, casi igual al que venía contemplando desde el inicio del viaje. Solo que en cada ventana, en cada puerta, en cada persona, algo le llamaba la atención. Recordaba hacer el mismo viaje, pasar por las mismas casas y calles cada vez que viajaba para ver a aquella que aun le punzaba en medio del pecho. “El mismo viaje, el mismo destino, pero ella ya no me recibe”, pensaba, cuando de pronto, el dedo meñique de la mano derecha de ella, rozó sin querer el dedo meñique de la mano izquierda de él. Los dos cuerpos se estremecieron a la vez, pero sin reparar en el estremecimiento del otro, y sin si quiera mirarse.

Luego del primer roce, permanecían tensos. Ninguno había corrido la mano de lugar; de modo que el segundo roce, los encontró expectantes, tiesos. Fue casi esperado, similar al primero, a diferencia que este, fue mucho más marcado y adrede. Tanto que él, suspiró, tratando de alejar esa molestia en su pecho con el oxígeno inhalado, largando luego un aire metálico y de melancolía.

El colectivo dobló en una esquina que daba a otra gran avenida y frenó en una parada. El conductor abrió la puerta y algunas personas subieron. Luego, la cerró, y la goma negra que la bordeaba, causó un alboroto seco.

Arrancó a toda velocidad y se metió por el carril izquierdo para subir aquel puente que cruzaba un río pestilente y que era la señal de que, a partir de allí, era el último tramo para la última parada.

Cada uno seguía en lo suyo, como si nada estuviese pasando en ese rincón íntimo y acogedor que se había formado entre el muslo de la pierna izquierda de él, y el muslo de la pierna derecha de ella, sonde se topaban sus manos, sobre el cuero caliente de los asientos que escondían el estruendoso motor.

Ambos contemplaban, como si estuviesen espiando por arriba de unos matorrales, las improvisadas casitas de ladrillo y chapa que se precipitaban a lo largo de aquel río angosto. Había también unas vías que parecían muertas, y unas personas que las recorrían juntando botellas de plástico y otras cosas más. En tanto que allí abajo, en aquel recoveco, siguieron los reces cada vez más seguidos y sinceros, ya despojados del aparente manto de equivocación. Hasta que de a poco, ella comenzó a acariciar con toda su mano la mano de él. A quien una paz anhelada y extraña comenzó a relajarlo, cuando sintió la tibieza sobre su mano. Esa tibieza tan pies cansados, una silla y por fin en casa.

Experimentó una rara felicidad, y empezó a contestar las caricias, aunque siguió mirando hacia fuera. Ella tampoco lo miraba.

Para cuando pudieron darse cuenta, sus manos ya tenían vida propia. Se recorrían como indagando cada rincón, poro a poro, con suavidad y ternura, mientras su piel explotaba al máximo su capacidad sensorial, captando los tenues estímulos táctiles, llevándolos hasta los suspiros y retorcijones deliciosos en el pecho.

Como turnándose, y como si estuvieran leyendo en braile el alma de quien tenían al lado. Iban repasando el relieve de las palmas, de los dedos, de los nudillos y de todas las partes hasta llegar a las muñecas. Y después regresaban y volvían a empezar. Mimándose con devoción y haciendo circulitos minúsculos con la yema de los dedos más grandes. En ocasiones, a veces sin querer o no, también involucraban el dedo de al lado. Estos, eran momentos sublimes. Era como afianzar la confianza y la intimidad. Era, la grandeza sutil del detalle: un dedo más, que significaba mucho más que eso.

En algún momento, unas personas dejaron sus asientos, y solicitaron parada. El conductor frenó el colectivo, abrió las puertas, y estas personas bajaron quejándose de lo lejos que las había dejado del cordón. A su vez, también subieron unas mujeres que le preguntaron al chofer si iba hasta la estación de tren, que era la última parada, y ante la respuesta afirmativa de este, ocuparon los asientos que habían quedado libres.

Mientras tanto, en el último recodo el ómnibus seguían ellos con su juego. El dolor en el pecho que él sentía había cesado, pues, esa singular paz que había empezado a inundarlo, ahora era completa. Ya estaba del todo relajado. Se sentía completo, resguardado, como un pobre cachorrito errabundo que da vueltas y ronda indeciso en un lugar antes de echarse, para luego, en efecto, echarse, hacerse un bollito, e ir distendiéndose de a poco, hasta lograr estirarse del todo y sentirse cómodo dentro de esa fortuita cucha, apacible y acogedora.

En tanto que por su parte, ella también se sentía espléndida, completa, una felicidad sustanciosa le corría por las venas y le hacía cosquillas cada vez que le pasaba a través del corazón. Corazón que bombeaba con un furor casi de taquicardia. Aun así, no se miraban.

El enorme vehículo que parecía destartalarse, tomó la avenida que desembocaba, luego de unas cuantas cuadras, en la otra avenida que si daba con la estación. De manera que, los dos, tanto él como ella, sabían que el final del viaje se acercaba.

Estaba anocheciendo, por las ventanillas entraba todavía ese álgido y duro viento que ya no los enfriaba. Pues no lo sentían, estaban ensimismados en una burbuja en donde nada externo los inmutaba. Nada les importaba. En tanto que el sol, que se iba recostando detrás de los edificios bajos, y casas aun más, entibiaba de costado los vidrios fríos.

Así que, ante la certeza de que el final del viaje estaba por llegar, que la última parada se acercaba, sumidos en ese momento, en esa escena idílica creada por el clima, el paisaje y el ocaso triste, junto al personaje perfecto y propicio; entrelazaron sus manos con fuerza de obrero. Y como dos niños atemorizados, por fin se miraron a los ojos.

No supieron cuánto tiempo pasó. Otra vez sus cuerpos se estremecieron, se paralizaron. Y mientras las palmas de sus manos transpiraban, se empapaban del sudor inigualable del calor compartido, él le acarició el rostro con la mano que le quedaba libre. Ella, movió la cabeza como lo hace un gatito o un animal delicado refregándose en la mano de su dueño, e hizo lo mismo, también con la mano que no tenía ocupada. Él no se movió.

Admirarla por fin de cerca, ver sus ojos de brea desteñida, su boca, lo dejó sin palabras. No pudo decir nada. Ella, sonrió con sutileza al darse cuenta de eso, así que se acercó con suavidad, y cerrando los ojos lo besó. Él respiró hondo y mantuvo la respiración.

Era un beso de unos labios tersos, calientes, que lo transportaban tanto o más que las caricias de aquella mano que le daba la sensación de que lo acompañaría por el resto de su vida. Estaba acostumbrándose a ellos, largando de a poco el aire inhalado ya con los últimos vestigios de melancolía, hasta que notaron la frenada del colectivo, y después los movimientos de la gente y el estrépito determinante de la puerta. Y entonces fue cuando ella retiró su boca, abriendo los ojos y mirándolo fijo, y soltó su mano de la de él, que permanecía con los ojos cerrados.

Lo miró durante unos segundos más, le acarició la mejilla por última vez, y se puso de pie y se bajó del colectivo por la puerta delantera. Él, todavía no había abierto los ojos.

El ómnibus estaba vacío. Todos los pasajeros estaban alejándose del vehículo. El conductor ya no estaba en su puesto. Habían llegado al final del recorrido.

Abrió los ojos, a primera vista ella ya no estaba. La buscó, y cuando la encontró, la siguió con la vista, aun sin comprender nada. Todavía en aquel mundo que solo puede ser creado en la mente de un soñador.

Ella ya no miraba hacia atrás, caminaba decidida hacia un hombre alto que la interceptó con los brazos abiertos, como esperando abrazarla. Así que, saltó sobre él, y se colgó de su cuello, estampándole en los labios un beso fervoroso, y quedando con las piernas en el aire. Estuvieron abrazados un rato, hablándose al oído, luego, se tomaron de la mano, y se perdieron entre el gentío que entraba y salía de la estación de tren. Quizás, para seguir su viaje.

Él, todavía en el último asiento del ómnibus, sorprendido, sin percatarse de que debía bajar, miraba la nada pensando en todo: Volvió a sentir dolor y frío en el pecho. Se sintió desamparado, triste, y se cerró de nuevo su abrigo como abrazándose a si mismo. Pues, por las otras ventanillas abiertas, se colaba ese viento concreto y congelado, trayendo consigo algunas hojas secas y crujientes que revoloteaban dentro del colectivo; cerca de él, y a él le llamaron la atención, y le hicieron acordar a aquella hoja que en la parada había atrapado en el libro. Y entonces abrió el libro, en aquella página donde había guardado la hoja, como si la página estuviera marcada. Pero no lo estaba marcada, porque la hoja no estaba, la hoja faltaba, y la página estaba marcada igual. Y en su lugar había una foto, de una pintura arcaica, de hace siglos, y allí estaba ella, desnuda, tan bella, tan con su cuerpo de guitarra con cuerpo de mujer pero con cuerpo de guitarra, etcétera. Tan con sus senos novicios y su cadera abundante. Tan ella.

FIN

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