miércoles, 25 de mayo de 2011

Colombiana (Cuento- primera parte)

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Lo primero que me pregunté cuando acabé de leer La Odisea, de Homero, es por qué Penélope no lo cagó a pedos a Ulises por volver después de veinte años: ¿Por qué Laura me regañaba si yo llegaba dos horas tarde? ¿Por qué Ulises era perdonado si ni siquiera había mandado un mensaje de texto? Yo llegaba apenas dos horas tarde, mandaba un mensaje de texto, y sin embargo, Laura me esperaba con la misma cara de demonio con que me esperaba mi madre cuando yo me desviaba del camino a casa, al volver del colegio. No lo entendía.

Claramente, llegar dos horas tarde, era, como en la Odisea, mi descenso al Hades, mi descenso al propio infierno; y Laura, al igual que en el poema, materializaba la imagen de mi madre que se había suicidado por esperarme. En caso de que yo fuese Ulises, desde luego.

Pero yo no era Ulises, ciertamente, y en la vida real mi madre no solo no se había suicidado, sino que hacía rato había dejado de cagarme a pedos. La que ahora si me cagaba a pedos, y en lugar de querer suicidarse, quería matarme, era Laura: pues, desde hacía algunos meses, tras encontrarme en el celular unos mensajes de texto un tanto dudosos, se había hecho a la idea de que yo le era infiel. Por eso, que yo llegase tarde, provocaba en ella tanta ira.

Era verdad, yo le era infiel, y por eso me sentía terriblemente culpable: Si el mundo era horrible, yo había nacido para hacerlo aun más pavoroso. Yo no merecía estar con Laura, no merecía estar con nadie; ¿Por qué entonces Laura me elegía y seguía apostando a nosotros? ¿Por qué yo nunca había aprendido a vivir solo? ¿Era posible vivir sin pareja? Todo eso yo no lo sabía, pero tampoco quería saberlo. No concebía la idea de estar solo, y el temor a que Laura un día despertase, y descubriese que yo era un ser humano despreciable, me inundaba y estremecía desde adentro como si fuese un maremoto contenido: Laura no se merecía ser engañada, pero yo no podía dejar de hacerlo.

Efectivamente, hacía unos cuántos meses, uno de mis primeros trabajos como periodista, me había llevado a los brazos colombianos de una mulata diez años mayor que yo, quien, sin subirnos a un avión, y con sus tetas enormes y su cadera amazónica, me llevó de viaje por todo el Caribe, me hizo conocer cada uno de sus bailes sensuales, y me confirmó que toda la magia que cuenta el Gabo en sus novelas, es real si uno consigue meter en la cama a una hembra como esa.

Totó, no se llamaba Totó, aunque así le decían. Nunca quiso decirme su nombre real, ni el por qué de su apodo. Esto a mi no me importó, al menos al principio, ya que yo estaba allí para entrevistarla, y no para corroborar sus datos como si fuese un policía. Yo debía llevar una historia al diario, algo jugoso, que saliera de lo común, algo que atrapase a los lectores y los dejase con ganas de comprar el diario al día siguiente. Y, la historia de Totó, era esa historia, era la historia indicada.

Según me contó Carlos González- el jefe de redacción del diario que me empleaba- Totó había llegado a la Argentina hacía unos pocos meses, con un nombre falso, y escapando del gobierno y la policía colombiana. Lo que Carlos no supo decirme, es la razón por la cual escapaba. Para averiguar eso estaba yo, y para eso, la fui a visitar a ese cabaret de mala muerte donde trabajaba.

Sin intenciones de sumarle presión a este relato, debo decir que mi estadía y permanencia en el diario, dependía en gran parte de esa nota. Es decir; hasta el momento, mi trabajo formal allí consistía en trascribir a papel las grabaciones de las entrevistas que hacían mis compañeros más experimentados, por lo cual, desde luego, cobraba un sueldo fijo, con el que cubría una parte de mis gastos. El resto de mis gastos, los cubría realizando entrevistas por mi cuenta, que vendía por un mezquino arancel a este diario, y también por un mezquino arancel, a otros diarios. Claro que a los otros, se las vendía con un pseudónimo. Como cada mes me las arreglaba para llevarle al diario unas cuantas notas, Carlos me había encomendado esa tarea exclusivamente a mí, un poco en forma de agradecimiento, y otro poco, poniéndome a prueba y dándome la chance de dejar de transcribir las entrevistas que otros hacían, para pasar a cobrar un sueldo fijo por hacer las mías. Así que, apenas recibí el pedido de Carlos, dejé todo lo que estaba haciendo, me tomé un taxi, y me fui a visitarla.

Se podría decir que la labor de Totó dentro de ese olimpo de la lujuria y promiscuidad, era la labor menos promiscua y lujuriosa. Ella era una clásica copera. Su tarea consistía únicamente en lograr que los hombres que entraban a aquel lugar, la invitasen una copa tras otra, que gastasen todo su dinero allí, sin llegar a acostarse. Vale aclarar que las copas valían siempre un dineral exagerado, y que su precio variaba según la cara del cliente. Es decir; si uno tenía cara de yankees o de europeo, desde luego el valor subía, y si uno tenía cara de argentino laburador, era muy probable que directamente no lo dieran pelota. Por suerte, yo nunca tuve cara de laburador, e ignoro si tengo cara de argentino o no. Pero lo que es cierto es que, la mayoría de las veces, si me dejo crecer la barba, me terminan confundiendo con un turista israelí o árabe de paseo por Buenos Aires. Y si ando afeitado, parezco un tano sacado de alguna de las tres de El Padrino. Es cosa de caminar por Florida o por Lavalle, para que siempre, alguno de los famosos Arbolitos al grito de “change, change”, me acosase unos cuantos metros hasta escuchar mi “te agradezco” bien argentino. Así que, ser atendido no era el problema. El problema era básicamente pagar las copas. Pues yo cobraría por esa nota, casi lo mismo que lo que me saldría la charla. Si tenemos en cuenta que la charla no duraría menos de tres copas.

La plata para pagar las copas, desde luego no saldría del diario, puesto que, al ser un diario chico, mi labor también consistía en gastar lo menos posible, para recaudar lo mayor posible. Como en cualquier empresa, supongo.

El cabaret quedaba en pleno centro de la ciudad, a pocas cuadras del Obelisco, disimulado en lo que parecía ser un boliche. Como mi cita con Totó no estaba acordada, antes de entrar, me tomé la libertad de meditar durante algunos minutos sobre cuál era la mejor manera de encarar la nota. Tenía, por lo menos, dos posibles maneras de hacer las cosas: La correcta, según Carlos Gonzáles, que consistía en no decirle jamás a Totó que yo era un periodista, y de esa manera, ganarme su confianza y así sacarle toda la información posible. Y la incorrecta- según Carlos Gonzáles- la que me hacía sentir más cómodo conmigo mismo; decirle la verdad a Totó y esperar a que ella me diese la nota.

Sentado en una mesa de Mc Donals, haciendo un enchastre con un cucurucho de vainilla y dulce de leche, comencé a borrar uno a uno los archivos que tenía cargados en la memoria de mi reproductor de mp3. Pues, como no tenía un grabador periodístico, la mayoría de las veces grababa las entrevistas en el reproductor. Así que, precavido, me dejé el suficiente espacio como para registrar la voz de una persona por cinco horas, y me fui hacia el cabaret.

En la puerta del lugar, disimuladamente y sin que me vieran los patovicas que custodiaban la entrada, encendí el grabador de mi mp3 y me lo guardé en el bolsillo delantero de mi camisa, estimando que desde allí se tomaría a la perfección la voz de mí querida colombiana. Luego, entré, diciendo “gracias”, al “wel come” fayuto de los dos musculosos que me recibieron sin palparme.

El lugar era sórdido, oscuro, predominaba una luz rojiza en los rincones, que se mezclaba con esa tonalidad extraña que dan las luces fluorescentes de los boliches. Lo blanco era más blanco, y lo rojo era rojo, todo era rojo y oscuridad. Todos parecíamos demonios deformados, agazapados en mesas de dos en dos. Cliente, puta, cliente, puta.

Ya dentro del boliche, caí en la cuenta de que no le había preguntado a Carlos cómo reconocer a Totó. Me asusté, me sentí un inútil y un boludo. Pensé en llamar a Carlos, pero inmediatamente comprendí que llamarlo desde el lugar, para preguntarle cómo reconocer a la persona que había ido a buscar, era contarle de mi equivocación. Tampoco podía llamarlo y decirle; “che, te olvidaste de decirme cómo era la mina”, porque eso era echarle la culpa a él, y porque a demás, él tendría razón, y me respondería diciendo que era yo quién tendría que habérselo preguntado. Así que decidí dar con ella por otro medio. Aun no sabía cuál.

Cualquiera podría decirme que la solución era simplemente acercarme a alguien del lugar y preguntar por Totó, o por la colombiana. Pero, cuando uno lleva un grabador en el pecho, y está fingiendo ser algo o alguien que no es, con el objetivo de robar información y hacerla pública en las páginas de un diario, cualquier pequeñez se potencia y se vuelve inmensa, y uno- o al menos yo en ese caso- comienza a sentir que cada cosa que hace, cada acto, evidencia de uno la verdadera identidad y lo vuelve vulnerable. Es decir, en palabras más corrientes; me moría de miedo de que descubriesen que yo era un periodista que estaba allí para llevarme la historia de Totó y me molieran los huesos a trompadas.

Por suerte nadie descubrió nada, y yo pasé desapercibido.

¿Cómo es una colombiana? Pensé ¿Qué concepto tenía yo de una colombiana en ese momento? ¿Por qué hoy recuerdo que me la imaginé con una canasta repleta de frutas en la cabeza? Estoy seguro de que no me la imaginé con una canasta repleta de frutas en la cabeza, pero me faltó muy poco. Pues sí me la imaginé caribeña, morena, de caderas enormes, bailando sentada, encontrándole ritmo hasta el tic tac de un reloj.

Miré un poco a mí alrededor, conté unas cuatro o cinco mujeres ocupadas, y unas tres mujeres solas, esperando un gil que pagase las copas. Me dirigí hacía la mesa de una mulata inimaginable, la que parecía más colombiana de todas, le dije hola, y me senté enfrente. Durante unos segundos no saqué la vista de su escote.

- Hola bebé…

Ella también me saludó. Claramente su acento no era argentino, sonaba como suenan esas telenovelas que miran las amas de casa. Aunque no pude identificar de que parte del continente americano era.

- Hola.

Le dije yo, pero no agregué ni “bebé”, ni “beba”, ni “mi amor”, ni nada, ni siquiera “che”. Hola a secas.

- ¿Cómo te llamás?

- ¿Cómo te gustaría que me llame?

Me respondió, y yo comprendí que prostituirse no es tener sexo a cambio de dinero; sino que prostituirse, es cambiarse el nombre por unos cuántos pesos. Seguí analizando su tonada. Ciertamente no era argentina.

- No sé, me da lo mismo en realidad… Yo me llamo Gabriel…

- Gabriel, que lindo nombre, como el Gabo…

¡Es ella! Pensé. Lo nombró al Gabo, si me vende cocaína es ella sin lugar a dudas. Me reí solo, sin reírme con la cara, en silencio, como cuando uno habla por chat con otro, y el lugar de reírse como siempre, se ríe con los dedos, escribiendo la risa en la pantalla. Volví a pensar en que si a mi se me ocurría eso de una colombiana ¿Qué se le ocurriría a ella de mi o de nosotros, los argentinos? ¿Cómo somos los argentinos? ¿Cómo pueden definirnos? Yo no soy ni Gardel, ni el Che, ni Maradona: Soy patadura, me faltan huevos para jugarme por lo que sueño, y canto como un gangoso resfriado ¿Cómo soy entonces? ¿Cómo debería ser? Debería existir un ídolo a mi medida. Aunque, si fuese a mi medida, ciertamente no sería un ídolo.

- Si, mi mamá me puso Gabriel por el ángel.

Proseguí, pensando qué carajo le importaba a una copera la epistemología o el origen de mi nombre.

Antes de que pudiera decir otra frase, dos vasos de jugo de naranja con lo que parecía alcohol etílico, vodka, o la fermentación de un cadáver humano, llegaron a la mesa. Tuve que pagarlos. Se me fueron como agua los primeros ochenta pesos de la noche. Quise ser Stallone, o Shwarceneger en Terminator y cagarlos a todos a bien trompadas. Quise ser, pero no fui. Pague sin chistar, y seguí charlando.

- Te decía…

Le dije a la mina, pero no iba a decir nada. La que si dijo fue ella.

- ¿Y que hace un muchachito tan bonito como tú en este antro?

Me consideró bonito y llamó antro a ese antro. De dos, estábamos de acuerdo solo en una: En que el lugar era un antro.

- Si, es un poco un antro, pero se dice que la mejor compañía femenina se encuentra acá.

Apuré.

- De eso estate seguro, las mujeres más calientes estamos aquí, bebito.

- Veo, y las bebidas también.

Le señalé mi vaso, sonriendo, irónico. Estaba realmente intomable mi bebida. Ella se río pero no pidió hielo. Yo hubiese sido más caballero en caso de ser ella y no ser mujer.

- Bueno, vos no sos de acá- le dije, y agregué- ¿De dónde sos?

- Puerto Rico…

¡La re puta madre! ¡La re calcada concha de la lora! No era mi colombiana. No era ella. No era Totó y yo había puesto de mi bolsillo ochenta mangos. Transpirados, sufridos, decentes y necesitados ochenta mangos. ¿Por qué no le pregunté de entrada si era colombiana? ¿Por qué me dejaba llevar por mis miedos? Si seguía tratando de averiguar quién era Totó sin preguntar, dando vueltas como un perro disimulado, iba a seguir gastando plata en vano. Tenía que llegar a ella. Tenía que averiguar quién era Totó sin gastar mucho más de lo que había gastado. Gastando al menos, en las copas que tomaríamos juntos.

- Ah, mirá, que lindo Puerto Rico… Ricky Martín y Ricardo Arjona son de Puerto Rico. Algún día tengo que ir.

¿Por qué dije eso? Mejor no pensarlo.

- Tienes que venir- dijo sin estar allá, como si aun su mente se encontrase en su tierra, con su familia y su gente- es una tierra muy linda, muy cálida.

- Algún día iré. Cuando tenga el tiempo y el dinero.

La charla no daba para más. La situación no daba para más. Todo el interés que me había despertado esta mulata, se me había ido de golpe al enterarme que no era mi mulata. Tenía que salir de esa mesa. Ya no me importaba nada.

- Te hago una pregunta… Bue, más que una pregunta… No es que no me gustes, sos muy agradable, pero me encantaría hablar, o conocer alguna chica colombiana… Tengo una fantasía con eso… No es que vos no… pero mis fantasías son muy exactas con los destinos geográficos…

Le guiñé un ojo, canchero, como le guiñaría un ojo un tío de cincuenta a su sobrino de quince, en una cena navideña.

- Acá hay una colombiana, Totó, pero hoy justo no vino. La puedes encontrar aquí recién mañana, a partir de las ocho.

Nuevamente; la puta madre.

Continuará en el próximo post!!

jueves, 19 de mayo de 2011

Ellas siempre tienen la razón (Una verdad)

Eugenio sospechaba que su mujer lo engañaba con otro hombre. Esto no era una sospecha infundada. Era casi una certeza, consecuencia de signos, señales, guiños, que él creía haber visto en su esposa.

Bueno, tampoco era una certeza, pero sí era el móvil suficiente como para faltar a su trabajo y tomarse el día para seguirla.

Así fue, fingió salir de casa para el trabajo, se sentó en el bar de enfrente, y desde la ventana pegada a su mesa, fijó la vista en su casa, y no la quitó hasta que su esposa salió por ella.

Su esposa salió vestida como para ir al gimnasio; calzas, zapatillas deportivas, una camperita muy sencilla, y un bolso y una botella de agua en las manos.

Cuando él la vio salir, le hizo una seña al mozo de que dejaba la plata en la mesa, y salió casi corriendo a la calle.

Tomo la precaución de no acercarse a ella a no más de veinte, treinta metro. No quería correr el riesgo de que su esposa sintiera que la estaban siguiendo, y al voltear lo encontrase a él en esa situación tan patética.

¿Quién era el que estaba en una situación patética? ¿El o ella? ¿Era correcto seguir a su esposa como si fuese un delincuente al que están investigando? ¿Estaba haciendo lo correcto? Quizás era mejor no destapar la olla, y no encontrarse con la verdad, y seguir viviendo como hasta ahora.

Todo eso lo pensó Eugenio mientras seguía a su esposa. Dudó de lo que estaba haciendo. Dudó de él mismo. Se sintió como una basura al no poder confiar en su amada, la madre de sus hijos. Pero en ningún momento, cedió su paso para dejar de espiarla. Algo lo impulsaba.

A las pocas cuadras, Ester, su esposa, se metió en el gimnasio. Uno de esos nuevos mega centros deportivos, modernos, donde se concentran decenas de actividades.

Allí sí Eugenio dudó de cómo actuar: ¿Tendría que entrar al gimnasio o no? ¿No era, acaso una zona peligrosa a ser descubierto? ¿Y si ella lo engañaba allí dentro?

Aprovechando la cantidad de actividades y pisos que el lugar tenía, se inmiscuyó entre los salones, y por fin, logró dar con una suerte de vidriera, desde donde podía ver a su mujer sin ser descubierto.

Durante unos quince minutos vio como su mujer pasaba de un aparato a otro, hacía fuerza, y transpiraba su cuerpo ajustado por esa poca y audaz vestimenta.

La vio hermosa. Descubrió en ella una sensualidad y una figura que desde hacía años creía haber olvidado.

¿Qué le pasaba? ¿Había descuidado a su esposa? ¿Había perdido el apetito sexual por ella?

De inmediato pensó en Natalia, su secretaria de veinte años. Esa jovencita que desde que había llegado a la empresa, lo volvía loco con sus curvas y su inocencia. Pero a quien, sin embargo, jamás se había animado a insinuarse.

De pronto, cuando estaba perdido en sus pensamientos, vio como un hombre de unos treinta años se acercó a su esposa y la saludó con un beso en la mejilla.

Ese beso lo alertó, lo enfureció. Sobre todo, porque, como si fuese el zoom de una videocámara, su vista se posó en la mano del joven, que envolvía en con fuerza y suavidad la cintura de su esposa.

Quiso atravesar aquel vidrio medio empañado que lo separaba de su amada, y saltar sobre el joven, a quien golpearía hasta matar con una mancuerna de un kilo.

No lo hizo. Prefirió dejarse convencer por su intelecto, y aceptar que ese, no era un motivo suficiente como para confirmar un engaño.

Mientras seguía mirando como Ester y ese joven charlaban, comenzó a sentir calor y deseos de desnudarse.

¿Qué le pasaba? ¿Eran los nervios? ¿Los celos? ¿Los años? No lo sabía. Pero sintió que esa situación no le estaba haciendo bien a su cuerpo, y que si no salía de allí de inmediato, iba a morirse.

Recién cuando quiso salir, se dio cuenta de que esa habitación con el virio empañado, era nada más y nada menos que un sauna. Un baño turco. Una acumulación de hombres desnudos y transpirados, tapados apenas con una toalla que lo miraban y le decían que se sacara la ropa, que se iba a cocinar.

- Che, flaco ¿Te pasa algo? Hace como quince minutos que te estamos hablando.

Eugenio los miró, con la mirada perdida. Desorientado.

- ¿Eh?

- Que si te pasa algo. Porque hace quince minutos que estás pegado al vidrio.

- No. No. Quiero salir.

Los tipos se miraron entre ellos y se rieron. El mismo que le había hablado, volvió a hablarle.

- Esto no se abre, hermano. Hasta que no termine la sesión no se puede abrir la puerta.

Eugenio se sorprendió. Más que sorprenderse, se asustó, se sintió morir.

- ¿Cómo que esto no se abre?

- No, maestro. No se abre. Tenés que esperar a que termine el turno. Yo que vos me pongo en pelotas y…

Eugenio no lo escuchó más. Creyó perder el conocimiento. Su mirada y su alma se fueron junto a su esposa, que del otro lado del vidrio, se retiraba del gimnasio de la mano del aquel joven musculoso con quien charlaba. Se desesperó.

- ¡Déjenme salir! ¡Quiero salir! ¡No me puedo quedar acá!

Los demás tipos del sauna, desnudos y transpirados se abalanzaron sobre él, que intentaba abrir a los tirones y a las patada.

- Pará, flaco. Que vas a romper todo.

- ¡Necesito salir! ¡Tiene que haber una forma, una alarma! ¿Qué pasa si alguien se descompone acá dentro?

- Tranquilo, tranquilo, hay un timbre. Ahora llamamos al encargado. Calmate.

El tipo tocó un timbre que estaba al lado de la puerta y volvió a pedirle a Eugenio que se calmara. Eugenio lo intentó, pero no lo logró. Cada segundo que pasaba allí dentro, rodeado de hombres desnudos y transpirados, muerto de calor, lo desesperaba más y más. Sentía que Ester podía estar alejándose cada vez más. No solo sentimentalmente, sino, físicamente, puesto que era factible que en ese preciso momento ella estuviese subiéndose al coche de ese joven musculoso, o entrando a su departamento.

Pasaron unos cuantos segundos más, que no llegaron a un minuto. Sin embargo, Eugenio los sintió como una eternidad, en la que no cesó de tocar el timbre que le otorgaría su salida.

Finalmente llegó su Moisés, que con la fuerza de los cielos abrió la puerta que le dio la salida hacia la verdad, hacia la raíz misma de su aventura como espía.

Eugenio salió corriendo del lugar empapado en sudor y en ansias, hecho una bola de nervios, y no escuchó ni una sola palabra de lo que le dijo el encargado.

En unos pocos pasos llegó a la calle, y con la vista agudizada por la adrenalina, buscó a su mujer y al ladrón de su felicidad.

De pronto los vio. Ambos se subían a un auto y se reían.

Antes de que pudieran arrancar, Eugenio paró un taxi, y le dijo que recién arrancara cuando vea arrancar el otro auto. El taxista hizo exactamente lo que él le dijo. Cuando el auto que llevaba a su esposa arrancó, el taxi comenzó a andar detrás.

A las pocas cuadras, el auto de Ester y el joven musculoso frenó, y el taxi que llevaba a Eugenio frenó detrás, a media cuadra.

Solo recién cuando su esposa y el joven bajaron, él le pagó al taxista y se bajó.

- Gracias.

Le dijo. Y se escondió detrás de un árbol.

Su esposa y el joven musculoso seguían de la mano, y caminaban en dirección a donde estaba él. Él se asustó, no supo qué hacer, temió que lo descubriesen.

¿Pero, por qué temía ser descubierto? ¿Por qué sentía vergüenza de hacer lo que estaba haciendo? ¿Acaso no era ella, su esposa la que debía temer ser descubierta?

Pensar todo eso lo envalentonó, y tuvo el impulso de saltar de atrás del árbol y aparecerse antes ellos. Pero cuando lo pensó bien, comprendió que era mejor agarrarlos con las manos en la masa. Las manos aun más en la masa.

Pocos metros antes de pasar por el árbol donde él se escondía, Ester y el joven musculoso cruzaron hacia la vereda de enfrente, y se dirigieron hacia un albergue transitorio que Eugenio no había visto.

Esa fue la señal. Esa era la certeza que había estado buscando. Esa era la verdad a la que lo habían conducido su instinto y su Moisés ocasional: Ella lo engañaba. Ella se acostaba con otro hombre. Ella, ya no era ella. Ella era otra persona, era una persona que lo lastimaba.

Preso de una fiebre de ira, se fue encima de ellos, cruzando la calle como un perro rabioso.

- ¡Ester!

Alcanzó a gritarle, antes de que esta se metiera en el hotel.

- ¿Eugenio?- Dijo ella sorprendida- ¿Qué hacés acá?

- ¿Qué hacés vos acá? Me estás cagando

- ¿Vos me estás siguiendo, Eugenio?

- No.

- Sí, me estás siguiendo.

- No, no te estoy siguiendo.

- ¿Entonces cómo sabías que yo estaba acá?

Eugenio no supo qué contestar.

- ¿Qué te dije de confiar?- ella lo retaba como si él fuese un niño de cuatro años- ¿Qué te dije de darle su espacio al otro?

- Pero…

- Pero nada… Vos me estás siguiendo. Y eso está mal. Cada uno tiene que tener su espacio, su lugar.

- Pero…

- Pero nada. Callate y escuchá: vos no sabés respetar al otro. Te crees que te podés meter en su vida.

- Es que yo pensé que…

- No pensaste nada… Carlos y yo estamos entrenando. Él es mi personaltrainer.

- Pero…

- Pero nada, Eugenio. No me respetás. No respetás mi espacio…

- Vos me estás engañando.

- Yo no te estoy engañando nada. Vos me engañás a mí. Vos me decís que no me vas a celar, que vas a confiar y no lo hacés. Eso es engañar. Es prometer en vano… Me hacés ilusionar con un matrimonio perfecto y después lo arruinás.

Ester se puso a llorar. Carlos, el joven musculoso, le acariciaba la espalda para consolarla. Eugenio sintió que se había mandado una macana.

- Ester, perdoname…

- No te perdono nada, Eugenio. Vos me mentiste. Me engañaste. Yo confié en vos y en la primera oportunidad que tenés volvés a lastimarme.

- Pero…

- Además- volvió a interrumpirlo- ¿Qué hacés acá? ¿No deberías estar trabajando?

- Sí, es que…

- No me expliques nada. Sos un mal marido. Porque no solo me mentís a mí, sino que mentís en tu trabajo ¿Qué les dijiste para faltar?

- Nada, que…

- No me contestes, no me importa. Lo que importa acá es que sos un mentiroso, un irresponsable. Porque no solo ponés en riesgo tu pareja, sino que ponés en riesgo tu trabajo.

- Bueno, perdoname, es que pensé que…

- Pensaste mal… Actuaste mal… Realmente no sé si quiero seguir así. Yo no puedo estar con alguien que me engaña y no me respeta.

- Yo no te engaño.

- ¡Sí que lo hacés! Y estoy segura de que hasta me sos infiel con alguien. Porque si desconfiás tanto es porque tenés el culo sucio.

- No, mi amor, yo no te engaño. Solo tengo ojos para vos.

- No sé, no te creo. Vas a tener que hacer mucho para que te perdone.

Eugenio no sabía cómo actuar, no sabía qué decirle. Ella tenía el control de la conversación.

- ¿Sabés qué? Ahora no voy a entrenar nada. Me arruinaste el día… Vamos a casa, que cuando lleguemos vamos a hablar.

Ella comenzó a caminar apurada, bamboleando su cadera de un lado a otro. Él, empezó a correr detrás.

- ¡Ester, por favor, perdoname! ¡Tenés razón! ¡Soy una basura! ¡No te merecés que te haga esto!...