viernes, 10 de agosto de 2012

LOS ULTIMOS DIAS



Laura se sentó en el sillón y comenzó a llorar ¿Qué pasaría si estaba embarazada? Si esa sospecha que teníamos- sospecha que ninguno mencionaba, pero que nos iba inundando de a poco, como si de pronto, una fuga de agua se precipitase en nuestro departamento de la calle Dublin, y el agua (esa agua), fría, molesta, inesperada, nos fuese subiendo de a poco, hasta llegar a la cintura, al pecho, al cuello, a los ojos, y por fin, fuese inevitable verla-, era cierta.
Si esa sospecha era cierta mi vida cambiaría por completo. La vida de Laura cambiaría por completo. Nuestra vida ya no sería las misma.
A ella, esa agua intempestiva le llegó de forma directa. Es decir; ella conocía su cuerpo, conocía sus ciclos, y por más irregulares que fuesen (siempre) sus periodos, empezaba a sospechar de ese sangrado atemporal que le llegaba a mitad de mes: la sospecha tenía fundamento.
Para mí era distinto, porque si bien yo conocía sus ciclos, sus fechas, sus estados de ánimo, no contaba con la prueba visual (una bombacha manchada quitada a las apuradas y puesta a lavar, una aureola roja que se iba esfumando como un fantasma sobre el agua, en la porcelana blanca del inodoro), ni con las sensaciones que a ella su cuerpo le iba soltando día a día. Yo sólo conocía la versión comprimida y verbal que una tarde, mientras merendábamos junto a la ventana de living, ella había dejado correr livianamente sobre el barniz resbaloso de la charla cotidiana:
  • Me volvió a venir.
Me dijo mojando una galletita en el café con leche.
  • ¿Pero no te vino hace poco?
Me sorprendí yo, mientras ella se metía la galletita en la boca, la masticaba, la tragaba y luego se chupaba los dedos.
  • Sí. No hace más de quince días.
  • ¿Y entonces?
Sin mirarme, como si el tema no requiriese mayor atención que la que uno puede darle mientras hurga (un poco a ciegas, torpemente, con la misma mano ya manchada y chupada repetidas veces) dentro de un paquete de galletitas Bagley, me respondió:
  • Nada. No pasa nada. Me siento un poco mal, nada más. Pero es normal… Al menos una vez al año, a las mujeres nos viene así, dos veces seguidas. El cuerpo necesita estabilizarse. Hay cambios hormonales y esas cosas.
No supe qué contestarle. No supe de dónde había sacado eso. Traté de recordar si en los años que hacía que estábamos juntos, eso mismo le había sucedido. Pero no logré recordarlo. Creí que sí, que la había pasado. Y después creí que no, o que alguien me había contado que a alguien le había pasado, que eso era normal. Pero no estaba seguro. Comencé a sospechar: ¿Si estaba enferma? ¿Y si estaba embarazada? ¿Y si eran las dos cosas a la vez? A juzgar por lo mucho que ella iba al médico- uso y abuso de la buena medicina prepaga que su padre costeaba cada mes-, le creí. O al menos preferí creerle. Intentando desplazar con racionalismos esa sensación de vacío que su comentario- asociado a miles de pequeños signos que de pronto empezaba a entender (sus manos acariciando su barriga, sus llantos extracurriculares- muchos más de los que tenía a diario-, sus cambios de humor, sus pechos blancos y pequeños que para mi contento empezaban a crecer, sus miradas, su piel, mis ganas de abrazarla y sus nauseas, sus retorcijones, etcétera, etcétera)-, había empezado a abrir en mi pecho. Como si sus palabras (“Me volvió a venir”) fuesen una gota de ácido que dejó caer sobre mí pecho (sobre el Telgopor que era mi pecho). Y una onda expansiva, agujero que se abre, fuese creciendo en mí. Como esa aureola de sangre que ella vio flotar en el inodoro. Como el agua que empezaba a subirnos, a inundarnos, a inundar el departamento de la calle Dublin: de a poco.
Para ella lo importante era que llevaba casi un mes indispuesta y le molestaba sentirse mal, “sangrar tanto”. Desviaba su atención a eso como si su sospecha- para entonces pequeña, Big Bang a punto de explotar- pudiese ser tapada.
Pasamos una semana así: ignorando, negando, haciéndonos los tontos. Creyendo que si no pensábamos en lo que estaba pasando, eso no pasaría. Hasta que un día, caminando histéricamente, descalza, rapidito, hermosa (“con los párpados hinchados”) con el pelo recogido, pataleando como un bebé enfurecido, salió del baño y se sentó en sillón y comenzó a llorar, haciendo pucheros, muecas, regando sus labios de mocos y lágrimas, llenándolos de saliva y contorneos extraños. Volviendo su rostro el rostro de una muñeca brillante. Mencionó viscosidades, colores que pasaban de un rojo intenso y normal, a un rosa espeso que variaba según la cantidad de líquido transparente (intruso alarmante en el rito banal de cambio de tampones, bombachas y toallitas) que empezaba a notar en las últimas secreciones.
Me senté a su lado y la abracé. La besé en los ojos. En la boca. En la cabeza, sobre el pelo (recordé los besos que mi padre me daba cuando yo estaba dormido o él creía que lo estaba). Me empapé de la capa salada y húmeda que cubría su rostro. Aspiré su perfume, su olor a hogar. Y así, sin pensarlo. Como si esa agua que había empezado a inundar nuestro departamento, por fin nos hubiese llegado a los ojos develando la verdad, puse mi mano en su panza y sentí que una luz esclarecedora se encendió iluminando todo. La amé, como nunca la había amado. La vi mujer y animal. La vi hembra. La vi por debajo todos los convencionalismos que miles y miles de años de historia humana y de lenguaje humano y racionalismo humano nos habían puesto: “ella, yo, nosotros, Laura, Gabo, Laura y Gabo, la pareja, el Amor, la idea del Amor, Shakespeare, el romanticismo, Romeo y Julieta, el morir por Amor, el vivir por amor, las canciones de Amor, la visión simple del Amor, el guión cinematográfico, las novelitas de amor, las películas de amor, el final feliz, la vida, la idea de la vida, el sentido de la vida”; todo, absolutamente todo, desapareció. Se fue. Como si alguien hubiese quitado el tapón de esa pileta que era nuestro living y esa agua que nos había inundado, se hubiese chupado de un solo golpe, de una sola sorbida: no quedaba nada más que nosotros. Nuestros miedos, nuestras ilusiones, pero nosotros. Desnudos pero vestidos, aterrador, sentados sin saber qué hacer en ese sillón del departamento de la calle Dublin.
Al otro día fuimos al médico. Subí los tres pisos de la clínica sintiéndome más pequeño que nunca (sensación comparada a la que sentimos al estar frente a una gran montaña o frente al mar). Laura iba a mi lado. Mirábamos un punto fijo. Quizás el mismo punto, el mismo sector de la puerta plateada del ascensor. Pero no veíamos lo mismo. Ella empezaba a ver futuro, con niños, pañales, mamaderas y baberos vomitados. Y yo veía presente. Pensaba en sus celos. Sus reclamos que se habían convertido en compulsión. La forma obsesiva que tenía de encontrar signos, pruebas, evidencia de que yo había hecho tal o cual cosa, siempre mala, siempre a propósito, siempre para lastimarla. Las escenas de violencia que habíamos protagonizado. La puerta rota por mis golpes. Mis labios rotos por los suyos. Los insultos, los gritos, las separaciones fugaces: no era el momento de tener un hijo. No estábamos preparados. Sin embargo, no lo discutimos. Desde que habíamos empezado a sospechar que estaba embaraza, habíamos evitado hablar del tema. Simplemente nos habíamos dejado llevar por el curso natural de las cosas: primero dejamos pasar el tiempo, como esperando que de pronto, un signo físico, una revelación fisiológica nos confirmara que era todo un susto, una sospecha infundada. Luego, cuando ese signo no llegó, y el agua ya nos hubo tapado los ojos, no tuvimos que confirmarlo: los dos sabíamos que estaba embarazada. No habíamos hecho un test, no habíamos consultado a un médico, pero lo sentíamos. Por eso íbamos a la clínica, para que nos confirmaran lo que era obvio. Para saber qué teníamos qué hacer a partir de ahora.
Llegamos al tercer piso. Laura se acercó a la mesa de recepción y explicó su problema. Utilizando la palabra “problema” como si hubiese utilizado la palabra “estado” o “situación” o cualquier otra palabra que no tuviese una congnotación negativa.
La chica le dijo que se sentara y que de inmediato la iban a llamar. Yo la escolté durante todo el trámite. Sin ser incluido en el “sentate que ya te van a llamar”, de la recepcionista, o en el “problema” de Laura.
Nos sentamos. La sala de espera- con televisión, sillones, maquinas de gaseosas y dulces, gente bien vestida- no se parecía en nada a las salas de espera de los hospitales públicos que yo evitaba (hasta no poder más) visitar desde que era pequeño.
Nos tomamos de la mano. Ella parecía contenta. O histérica, quizás. Me hablaba, me decía que le dolía la panza. Me besaba, me acariciaba. Se movía mucho. Yo la abrazaba como quien abraza a un enfermo o a alguien que acaba de sufrir un shock emocional. La contenía. Intentaba contenerla. Hacía lo que podía.
A los pocos minutos una doctora salió de su consultorio y llamó a Laura por su nombre completo. Laura se paró y yo atiné a hacer lo mismo, pero me frenó con su mano y me dijo que la esperara, que primero entraría sola. Le dije que sí con la cabeza, cerrando y abriendo los ojos en un mismo movimiento descendente/ascendente, y la vi irse feliz. Asustada pero feliz. Hermosa. Moviendo el culo como un pato que camina rápido.
En la tele, sin volumen (como si en ciertos lugares destinados a visitas esporádicas- salas de espera de todo tipo, etcétera- creyesen que uno no necesita distraerse y pensar tan solo en lo que está por hacer; visitar un familiar enfermo, recibir los resultados de un examen sanguíneo… y por eso no utilizan el volumen) una protesta de estudiantes de alguna de las carreras dictadas en la Universidad de Buenos Aires, cortaba una calle por mejoras edilicias. Era todo un show de mimos despintados.
Quizás lo de la tele era cierto. Y esa tele estaba allí para ser mirada sin ser vista. Es decir, para ser mirada mientras uno en verdad se va hundiendo en sus pensamientos. Y el pobre tipo que va a buscar los resultados de una biopsia, o de un análisis de sangre, o espera ver un familiar recién internado, se va ahogando de a poco en la incertidumbre de la espera, en las mil posibilidades negativas- porque son siempre negativas- que lo acechan tras la pronunciación de su nombre completo. Pronunciación que además es siempre fría y distante, aséptica, en su condición de palabras no dichas sino leídas. Y entonces lo que al pobre tipo le queda, es la pobre posibilidad de comprar un café de máquina, o una gaseosa, o leer una revista. O sencillamente alzar la mirada y cruzarse las caras con las otras víctimas- víctimas de un complot liderado por médicos y empleados públicos malvados y cínicos encerrados en un altillo lleno de pantallas de TV donde se exhibe el triste espectáculo que ellos armaron- y esperar, encontrado un apoyo tácito en los otros seres que bufan y rumian la misma tortura.
Eso me estaba pasando a mí. Yo esperaba una respuesta que, pese a que ya la sabía, en el fondo, muy en el fondo de mí, una esperanza que la contrariaba se asomaba levantando sus manitos, rodeada por las garras de una culpa negra, sombría, que intentaba arrastrarla hacia abajo, enterrarla y taparla con decena de razones que mi cabeza buscaba para habilitarme a ser papá: “es el destino”, “así tenía que ser”, “son muchos años juntos”, “es el fruto del amor”, “el broche perfecto”... Yo no quería ser padre. No en ese momento. No así. No con esa Laura.
Esa Laura no era la Laura que yo había conocido. O quizás sí lo era, y yo la empezaba a conocer recién ahora, a años de haber empezado la relación. O quizás- como pienso que sucede siempre en las relaciones-, al comienzo de la relación, yo (inconscientemente o no) había evitado ver esa parte de su persona. Y ahora, como si uno mirase una pintura muy bella durante mucho tiempo, y al cabo de un tiempo, ese paisaje bello comienza a desfigurarse- no por su propia cuenta, sino porque nuestra propia mirada se vuelve aguda y precisa-, vamos descubriendo sus defectos, sus zonas oscuras, comenzaba a ver en ella todo lo que antes no había visto.
Los episodios de celos y violencia- lejos de los celos comunes que atraviesan toda pareja, aunque gozosos también (en un grado mucho más enfermo y en constante crecimiento) de la perspicacia y el afán para encontrar pruebas y señales de posibles infidelidades y mentiras- comenzaron de a poco, con cuenta gotas. Con una sutileza que resultaría ajena a cualquier hecho de tamaño desenfreno: Primero una metralleta de gritos y por qués- con lo que a mi me parecía una cara deformada, una boca llena de espuma, un cuerpo alerta y a punto de atacar- a causa de una entrevista subida de todo que yo había hecho a una prostituta, en la radio. Luego un torbellino de insultos y empujones, llanto incluido, arrancado del fondo de sus inseguridades por el personaje femenino de una novela que yo trabajaba y que ella insistía en que estaba basada en mi ex pareja. Luego, un portazo, un vaso de vidrio estallado contra el piso, sus manos pegándole a sus propias piernas, una y otra vez, con fuerza, como si se castigase a si misma, por algún llamado extraño que mi teléfono celular recibía a una hora inadecuada. Todo tamizado y mezclado perfectamente dentro de la vida cotidiana. Con un un pie en la esperanza y otro en la negación (si no es que, en algunos casos, no son lo mismo, o al menos se necesitan la una a la otra para funcionar). Dentro de un promedio que los hacía parecer insignificantes a comparación del resto: de diez momentos buenos, uno malo. De diez momentos buenos, dos malos... Y así, hasta que los momentos malos comenzaron a ser todo. O más bien, con su sombra y su olor, comenzaron a infectar el resto de la vida en pareja. Era cuestión de pelear- cada vez con más violencia- una vez en la semana, para que el resto de los días fuesen mutando de una tensión insostenible y cruda, helada, a un acercamiento tímido, una pedida de disculpas, un no lo voy a hacer más, y un abrazo y dejar de dormir espalda con espalda. Como si el frio de esas peleas (tan calientes, por cierto) y de ese presente, congelase las horas en un solo instante, en una sola angustia, un grito de dolor, y las detuviese como colgadas al borde de un presipicio. Hasta que, lentamemte, el sol tibio de lo que fuimos o de lo que podríamos volver a ser, fuese derritiendo ese témpano y nos fuese volviendo la vida. Siempe, claro, colgando hacia el avismo.
Muchas veces, como si la misma violencia que gobernaba nuestras peleas, pudiese ser trasladada a otros campos y ser reutilizada, cogíamos como bestias. Toscamente, como si nos estuviésemos acostando con desconocidos. Como si yo me estubiese cogiendo una puta. O ella estuviese siendo violada...