martes, 26 de marzo de 2013

LA TELE Y LA ROÑA EN LA VAJILLA


Ya me mudé, vivo solo. Pero no es de eso que quiero hablar. Prefiero obviar el tema de que, por ejemplo, no tengo cocina. Y no me refiero a ese artefacto con hornallas y horno que usamos para cocinar, me refiero sencillamente al “espacio cocina”. Claro, se estarán preguntando en qué vivo. Vivo en una especie de loft bastante amplio que por esas cosas de la vida- mejor dicho, porque fue antes alquilado como oficinas, comercio, etcétera- nadie pensó que podría necesitarse un espacio llamado cocina. Aun tiene las cadenas que alguna vez levantaron una persiana, las columnas en el medio y las formas que las buenas lenguas del marketing- que para mí son siempre malas- aprovechan para llamar; “loft industrial”. Algo que suena hermoso hasta que te tenés que poner a reciclarlo.
En fin, como decía, no tengo cocina y me veo obligado a comer todo frío, pedir delivery o morirme de hambre. Ese no es el problema, puedo vivir comiendo porquerías el resto de mi vida. Puedo incluso pasarme una noche sin comer, engañando el estómago con mate o masticando una suela de zapato de cuero para sentir que llevo a mi boca algo sólido, siempre y cuando, tenga- condición sine qua non- un sillón y una tele a mi alcance. Eso lo tengo, así que al respecto no me puedo quejar.
Lo que se está volviendo un problema- y empieza a afectarme el ver televisión-, es que, como no tengo cocina, no tengo dónde lavar los platos/vasos/tazas que uso a diario.
Tengo entonces dos opciones: acumular la mayor cantidad de vajilla sucia, tomar valor y pedirle al vecino que me deja lavarlos en su casa. O bien, lavar las cosas en el baño.
Claro, existe la opción de construirme una cocina. Y esa es la más lógica y racional de todas. Es la que más me entusiasma si quiero tener una vida digna y medianamente normal. Lo que sucede es que, hasta que vuelva a juntar unos buenos pesos, no voy a poder comprar una mesada, un bajo mesada, una pileta, una cocina o anafe, hacer el desagüe, la conexión de agua y una larga lista etcéteras que suma y suma una terrorífica cantidad de signos de peso.
Pero todo esto es mi culpa. No hay otra verdad. Aunque suene duro, soy yo mismo mi propio boicot. Digo, si analizamos ésto, algo podemos aprender. Imaginemos la opciones; un loft vacío, unos cuantos pesos para alquilarlo y amueblar ¿Y el primer mes que hago? Me gasto la plata en una lámpara para leer, una mesa para le televisión y un hermoso home theatre que se escucha como los dioses... Será mejor ahorrarme los insultos a mí mismo. Porque ahora que los platos se acumulan, y ya no es tan cómodo leer o mirar televisión, es cuando empiezo a pensar en las dos opciones que tengo para deshacerme de la roña en la vajilla.
Quien me conoce sabe que me moriría de vergüenza al preguntarle a mi vecino si puedo usar un ratito su cocina. Claro, no es como “¿me prestás un poquito de azucar?”, o “¿no tenés una pico de loro que tengo que ajustar un caño?”. No. Es casi inmoral: “¿Puedo pasar a lavar los platos? ¿Me los lavarías vos?”.
La única opción que me queda es lavar todo en el baño. El pequeño problema es que, como el baño es muy chiquito, la pileta de manos es muy chiquita, y la pequeñita opción que me queda es el inodoro. Sí señores; el inodoro. No se asusten. Ya lo hice y sigo vivo.
Y claro, no es que los enjuago tirando la cadena. Simplemente conecto una manguera a la canilla y sin apoyarlos, les voy dejando correr el agua.
Como sea, y como dije, ésto habla de mí, y de ésto algo tengo que aprender. Y, para los que leyeron la anterior columna; me siguen saliendo canas, pero, evidentemente, no soy una pizca más maduro... Ah, ¡y terminé hablando de lo que no quería!

miércoles, 6 de marzo de 2013

HOY SIGO PENSANDO LO MISMO

Me están saliendo canas. Mi padre quedó canoso a los veintiocho años. Mi madre a los veintinueve. Yo tengo veintisiete y me faltan ocho meses para cumplir años. Por la cantidad de canas que tengo- y al ritmo que me van saliendo- dudo mucho que mi cabeza quede enteramente blanca el día de mi cumpleaños. Pero puede pasar. Y me asusta.
Sí, soy nervioso. También rechino los dientes cuando duermo. Me ataco de asma y siempre me duele el estómago. Pero de todos modos creo que las canas se corresponden más a mi genética que a mi neurosis. Bueno, quizás mi neurosis depende casi directamente de mi genética, o bien, de la gran cantidad de pequeños traumas que me causaron mis padres. Sea como sea, es lo mismo; la culpa siempre es de ellos.
Lo que sí dudo, es que la canas salgan a causa de los nervios. ¿A caso eso está científicamente comprobado? Realmente no lo sé. ¿No deberían salirme canas verdes, entonces? ¡Las canas no pueden ser verdes! Si los seres humanos tuviésemos la capacidad de fabricar pelo verde, nadie podría negar que Superman podría vivir a la vuelta de nuestras casas, o de que los X Men son normales; cosas por el estilo.
Pero Superman no existe, desgraciadamente, los X Men son unos raritos, y mis canas son blancas. Ni gris ni plateadas; blancas. Que de puras no tienen nada, ya que están impregnadas de todos los pensamientos sexuales que invaden mi cabeza a cada instante, desde que me despierto hasta que vuelvo a acostarme.
A lo que voy es a que tener canas supone estar creciendo. O al menos, estar cumpliendo años. Indudablemente cumplo años cada año (valga la redundancia), pero no sé si estoy creciendo. ¿Cómo darme cuenta? No lo sé.
Supongo que una manera de medirlo es comprobar si sigo pensando lo mismo que hace algunos años sobre alguno de los temas más trascendentes e importantes de la vida.
Por ejemplo:
  1. Cuando tenía dieciocho creía que pasar ocho horas de mi día trabajando para alguien que por mi trabajo facturase, al menos, diez veces más de lo que yo recibía como paga, era una pérdida de tiempo... ¡Hoy sigo pensando lo mismo!
  2. Cuando tenía quince consideraba que era imposible pasar años y años con una misma mujer sin tener ganas de acostarme con cada una de sus amigas... ¡Hoy sigo pensando lo mismo!
  3. A los siete estaba convencido de que jugar a los videojuegos o al fútbol con mis amigos era lo mejor que podía hacer en el día... ¡Hoy sigo pensando lo mismo!
  4. A los cuatro, sin ir más lejos, al decir/escuchar las palabras “pito, teta, culo”, me mataba de la risa como un desquiciado... ¡Hoy me sigue pasando lo mismo!
  5. Cuando tenía doce, por ejemplo, miraba películas de tiros y soñaba con ser el héroe que las protagonizaba y rescataba, obviamente, a la chica que me gustaba... ¡Hoy sigo soñando lo mismo!
  6. A los nueve tomaba chocolatada y miraba dibujitos sintiendo que quería hacer eso toda mi vida... ¡Hoy sigo haciendo lo mismo!
Bueno, ¡la lista sigue y es inacabable! ¿Y saben qué? ¡En cada punto sigo pensando lo mismo! Digo: hoy trabajo, o al menos intento ganarme la vida haciendo lo menos posible. Juego a los videojuegos con mis amigos (cuando puedo). Las amigas de mi novia son- PORSUPUESTO- todas más feas que ella. Tomo chocolatada mirando dibujitos. Me muero de la risa al escuchar/decir las palabras “pito, teta, culo”. Y en silencio, sigo soñando con que soy Rambo...
Supongo que lo que intento decir es que, parte de crecer, es resignar. Y que aunque sigo pensando lo mismo que antes sobre muchos temas, me adapto, intentando cambiar sin perder la esencia. ¡Algo tan difícil e intrincado que tengo miedo de morirme siendo otro!
En fin, quizás la gracia de la vida consiste en cambiar y vivir así vidas distintas. Como sea, y como ya dije; me están saliendo canas, mi padre quedó canoso a los veintiocho. Yo tengo veintisiete y me faltan ocho meses para cumplir años. Evidentemente eso me pone reflexivo, y me lleva a escribir todo esto sin obtener respuesta... No esperen más de mí.
Para sumar incertidumbre, agrego que me estoy por ir a vivir solo, pero que mi novia me ayuda a decorar y a veces no sé si elige muebles para que los use yo o bien para que los usemos juntos... Como sea, supongo que ese es un tema para tocarlo en la próxima columna. En la que espero, desde luego, ser mucho más maduro (y sin canas).